A veces, Facebook me regala alguna frase inspiradora que,
como ahora, aprovecho para mi artículo semanal.
Supongo que casi todo el mundo conoce al Juez Calatayud; ese hombre
campechano que suele llamar al pan pan y el vino vino. Vaya, que, como suele
decirse, no tiene pelos en la lengua. Aunque la actitud y las frases lapidarias
del magistrado escandalicen al personal, lo cierto es que muchos de nosotros,
en la intimidad, aplaudimos la valentía del magistrado.
Y es que la mayoría de nosotros prefiere callar antes de
decir algo políticamente incorrecto. Tenemos mucho miedo a la crítica y a ser
señalados como retrógrados y de esa forma quedarnos más o menos en el pelotón
de los mirados con recelo, en este mundo tan dado a repetir consignas y
opiniones ajenas. Nos da pereza pensar y mucho más disentir.
A lo que iba. El Juez Calatayud se le ha ocurrido hacer una crítica sobre una moda que se extiende por todo el país: las graduaciones. Y va y suelta algo así como que “Pronto se van a graduar los niños de biberón”, refiriéndose a esa fiebre que sufre esta sociedad cada vez más americanizada. ¡Ay! He exclamado. Me lo ha quitado. Tenía yo ganas de escribir sobre la cuestión. Así que esto no es un plagio, en serio. Sólo estoy aprovechando la genial idea de don Emilio para hablar de algo que me venía rondando desde hace tiempo y no acababa de darle forma.
La cosa viene de antiguo, pero se me despertó hace poco
tiempo cuando dando una vuelta por las
redes, vi que un niño de tres o cuatro años se había graduado, supongo que del
ciclo de infantil, o qué se yo…, que ya
no me aclaro con tantos cambios en las leyes educativas. Pues nada, que el
pequeño iba con su birrete y la banda, monísimo, vamos. Y claro, los padres
orgullosísimos de que su chaval hubiese superado con éxito tal prueba. Se me
ocurre que las materias de esa etapa educativa deben de ser, por ejemplo,
desprenderse del pañal y hacer pipí y caca en el orinal, comerse el yogurt
solito, no empujar a los compañeros, compartir los juguetes, sin tener que
tirar de los pelos a la niña de al lado, pintar una flor, lo más parecida a la
realidad, decir buenos días y gracias a
la señorita… Esas cosillas. Todo un reto, para qué vamos a negarlo. Son tareas
educativas que muchos padres son incapaces de realizar. Así que, ¡hala!,
graduado en infantil.
En fin, si de lo que se trata es de hacer fiestas, de
estrenar vestidos, de hacerse fotos y demás zarandajas, muy bien. Lo que no
entiendo es que cada ciclo o etapa educativa haya que jalearla de ese modo. A
mí me parece de lo más normal que las criaturas vayan pasando sus cursos,
incluso que se sientan satisfechos cuando tienen que esforzarse en la lectura y
en garabatear las primeras letras, y además,
tienen éxito. Cuando eso ocurre, a los padres, a todos, se nos cae la baba y la
mayoría no se resisten a hacerles algún regalito de fin de curso. Es como
decirles que el esfuerzo tiene sus compensaciones. Eso todavía puedo pasarlo como educativo.
Pero me pregunto si hay que convertir cada curso superado en
una gesta merecedora de todo tipo de celebraciones y agasajos. Se hace una
fiesta a los 3 años; otra a los 6, otra al acabar la primaria, otra al terminar la ESO, otra al final del
bachillerato y finalmente, la de la graduación por excelencia: final de
estudios universitarios. ¡Qué hijo tengo, qué listo me ha salido! Piensan los
orgullosos padres. Y las criaturas, niños y niñas, vestidos con sus mejores
galas en una fiesta estilo americano, seguro que se sienten los reyes del mambo
con tatos agasajos; vaya que no hay quien les tosa, simplemente por hacer lo
que les toca hacer. Digo yo que eso debe de ser lo que ahora llaman cultivar la
autoestima.
Lo que me he perdido, Dios mío. Por no tener, no tengo ni
orla universitaria. ¡Con lo que me hubiese gustado a mí tener colgado, ahora
que ya peino canas, ese bonito cuadro en mi estudio, y recordar así a todos mis compañeros y
compañeras de la Facultad de Historia de Barcelona! Ni que decir tiene que de mi paso por las
aulas de una escuela de pueblo, de esas con un cuadro de Franco en la pared, lo
único que me queda es la cartilla de escolaridad, con mis notas, entre las que
destacan Historia Sagrada y Formación del Espíritu Nacional, que claro está, siempre las aprobaba. Los sobresalientes y notables son muchos,
pero nunca me regalaron nada. ¡Ay de mí! Y cuando, superados los cinco años de
universidad, obtuve mi licenciatura, no se enteró nadie. Ni fiesta, ni
felicitaciones, ni viaje fin de curso… nada de nada. Era otra época.
Y ahora en serio. Es cierto que, en mis tiempos, eso de la
orla nos parecía muy burgués;
representaba una época en la que sólo unos pocos accedían a la
Universidad.
La tenían los médicos, los abogados, los farmacéuticos y seguramente los ingenieros. Eran las carreras de prestigio, con las cuales se entraba en una especie de “casta” a la que pocos podían acceder. Me pregunto qué ha pasado en este país para que todo el mundo se lance a organizar fiestas de graduación, como si fuéramos protagonistas de una película americana. ¿Qué significado le damos a estos festejos? ¿Imitamos una costumbre sin plantearnos su simbolismo? Todas las sociedades han creado rituales y fiestas para dar relevancia a los cambios significativos en la vida de las personas; es lo que llamamos ritos de paso. Tradicionalmente, el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, o la muerte son ejemplos de rituales que marcan un límite, un estadio, la salida de un ciclo vital y la entrada en otro. Claro que la sociedad ha cambiado mucho.
En España, por ejemplo, la mili era un momento
simbólicamente importante, porque el muchacho entraba en un mundo ajeno a la
vida civil, y al volver, se esperaba de él un comportamiento adulto y autónomo,
lejos ya de la protección familiar. Las “puestas de largo” en las clases
burguesas y aristocráticas, también fueron durante siglos un ritual mediante el
cual las adolescentes, pasaban a formar parte del grupo de las jóvenes
casaderas. Una costumbre a todas luces
añeja y obsoleta, en un mundo en el que hombres y mujeres aspiran a una vida
autónoma y el matrimonio es sólo una posibilidad más de entre todas las
opciones que ellos y ellas tienen en el horizonte. Eso, sin entrar mucho en el mercadeo que
suponía esa exposición pública de las mujeres jóvenes, como si de un objeto
decorativo se tratara.
La tenían los médicos, los abogados, los farmacéuticos y seguramente los ingenieros. Eran las carreras de prestigio, con las cuales se entraba en una especie de “casta” a la que pocos podían acceder. Me pregunto qué ha pasado en este país para que todo el mundo se lance a organizar fiestas de graduación, como si fuéramos protagonistas de una película americana. ¿Qué significado le damos a estos festejos? ¿Imitamos una costumbre sin plantearnos su simbolismo? Todas las sociedades han creado rituales y fiestas para dar relevancia a los cambios significativos en la vida de las personas; es lo que llamamos ritos de paso. Tradicionalmente, el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, o la muerte son ejemplos de rituales que marcan un límite, un estadio, la salida de un ciclo vital y la entrada en otro. Claro que la sociedad ha cambiado mucho.
Fiesta de los quintos |
Me temo que estamos en un mundo en el que los
rituales han perdido significado, pero el que más y el que menos cae en eso de
hacer una boda por todo lo alto con novios que llevan años conviviendo, que ya
son padres de alguna criatura, y con novia de blanco inmaculado, velo ocultando
el rostro y ramo de azahar. Lo más cómico que últimamente he vivido es un
casamiento en el que los amigos de la pareja se desgañitaban gritando el
clásico ¡¡Qué se besen, que se besen!! Como si se tratara de una boda de hace
40 años, cuando eran muy pocos los que se habían saltado las estrictas reglas
del noviazgo tradicional y las expresiones amorosas se quedaban en los rincones
oscuros. En fin, ver para creer.
Amigas, amigos…, compañer@s de generación: Ya
veis. Nos negamos a hacernos la dichosa
foto de orla y colgar el cuadro en el lugar más visible de la casa. Qué cosa
tan conservadora, pensábamos. Queríamos cambiar el mundo, y esto es lo que
hemos conseguido.
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