Los chiquillos esperaban con
ansia la llegada del día de la matanza. Era una especie de ritual que se
repetía año tras año. Cuando los fríos hacían acto de presencia y todo
anunciaba esa alegría de los villancicos, los mantecaos, la magdalenas, la lotería…los
niños de San Ildefonso cantando con su soniquete repetitivo, entonces era el gran momento, toda una fiesta.
Ese día todo el mundo se
levantaba al alba.
A esa hora el rocío mañanero cubría los campos y los charcos
de las calles eran pequeños espejos de hielo, que no se deshacían hasta bien
entrada la mañana, cuando el sol llegaba a La Carrera y al Terrero.La lumbre había permanecido
encendida toda la noche. Grandes troncos de leña de olivo ardían bajo la
caldera, que año tras año volvía a su uso, para luego quedar abandonada en la
cámara, esperando una nueva matanza. Las
mujeres y las niñas se ocupaban de pelar montones de cebollas para la morcilla.
La cocina desprendía un olor muy característico; no agradable, precisamente,
pero era lo de cada año, el avance del gran día, los preparativos necesarios y
la caldera hirviendo, hasta dejar la cebolla a punto. Las niñas disfrutaban de
esa posibilidad de pasarse media noche en vela, junto a las mujeres y las
viejas vecinas, que acudían a ayudar cuando era necesario.
El matarife llegaba al
amanecer y se le ofrecía alguna cosilla para que calentara el estómago y
entrara en calor. El aguardiente corría de mano en mano, entre los hombres de
la familia, encargados de ir a buscar el marrano y pelear con la fiera, hasta que
uno de ellos, el más experto, clavaba el cuchillo y el chorro de sangre acababa
con los grandes gruñidos del bicho.
Los primos, que se reunían
todos para esta ocasión en casa de la abuela Teresa, se escondían detrás de las mujeres, o se
subían a la escalera y entre los barrotes de hierro de la baranda, asomaban sus
rojas naricillas, como sin querer ver, tapándose los ojos y
dejando dos dedos abiertos, como una rendija para poder observar cómo del
animal manaba la sangre de un rojo oscuro y muy espesa.
Era un espectáculo que
nunca se perdían, algo morboso, pero muy excitante. Luego, las mujeres movían la sangre… eso de la sangre a
las niñas les daba una cosilla…La parte del cerdo más buscada por los niños de
la casa era la vejiga. Una vez limpia, se convertía en el mejor balón para
jugar al fútbol, en un tiempo en que no todos podían comprar una pelota y mucho
menos de reglamento.
Inflando la vejiga |
Ese primer día, mientras el
cerdo permanecía abierto y colgado en el portal, era cuando las mujeres de la familia, con la
abuela al frente, hacían las morcillas. Todos esperaban el momento de probar
aquel rico manjar oscuro y un poco picante.
Se invitaba a los vecinos más
próximos, especialmente a las mujeres más viejas, que sabían muchísimo de los
ingredientes y aliños que había que poner. Ese día no se hacía más comida, porque
todos se podían acercar a la caldera y mojar las sopas que quisieran. Además,
se aprovechaban determinadas partes del animal y se asaban en las ascuas; eran las chincharras, un nombre muy sonoro y que había olvidado. Era
un banquete, que acababa con la cocción de las morcilla, una vez embutidas.
La fase final: cociendo la morcilla |
El segundo día era el momento
de despedazar todo el animal: los jamones, los tocinos y las costillas se
salaban en la cámara, al fresco. Se preparaba el lomo y se guardaba en la orza,
cubierto con la propia grasa que desprendía al freírlo. El resto de la carne,
se trituraba con aquellas máquinas, que tenían una manivela y se aliñaba para
elaborar los chorizos y las butifarras. Antes, todas las chiquillas colaboraban
en la limpieza de las tripas del marrano; eso sí, con agua hirviendo, para que quedaran totalmente desinfectadas.
Curiosamente, no nos daba asco extraer de los intestinos toda la porquería. Así
que las mismas tripas, servían para embutir aquella deliciosa masa de carne
roja, o de un color pajizo o crudo, que era la de las butifarras. Aquello era
totalmente ecológico; se aprovechaba todo. Ahora seguro que las tripas son de
plástico o de un material parecido. Lo último era la fritura de los
chicharrones, de donde se extraía la manteca para luego hacer los mantecaos de
la Navidad.
La noche final era cuando se
celebraba el fin de fiesta: la Pajarilla. Era una buena ocasión para reunirse
toda la familia e invitar a los allegados, o personas con las que se tenía
algún compromiso. Esas noches eran muy divertidas y los niños montábamos
nuestra particular fiesta en la cocina de la abuela. Allí lo que menos
importaba era la comida. Eran momentos propicios para la fantasía, el juego,
las risas, los bailes, los teatrillos; instantes que quedan en la memoria de la
infancia y que sólo los rescata la nostalgia de alguien que se acuerda de que ya estamos en época de matanza, o estas redes sociales
que todo lo destapan.
No puedo dejar en el olvido una
de las costumbres más interesantes que recuerdo. Pasados los primeros días de
la matanza, las madres nos mandaban, como si de un emisario se tratara, con un plato lleno de productos del marrano,
cubierto por una servilleta o un paño. Era el PRESENTE y consistía más o menos
en una morcilla, un trozo de tocino, costillas, algo de chicharrones, manteca…
en fin, un poco de todo. Era una forma de agradecer favores, de reciprocidad
vecinal en la que todos participaban y a mi particularmente me encantaba. De
hecho, eran las niñas las encargadas de llevarlo por las casas. A cambio,
nosotras recibíamos algo, podía ser una
peseta, o diez reales… no mucho, pero era un aliciente; además de disfrutar de
la cara de satisfacción con que la receptora del presente recibía la visita.
Una vez más reflejas mis recuerdos de esos dias , tengo muy presente un olor caracteristico mezcla de especias mezcladas para elaborar los chorizos y morcillas , gracias
ResponderEliminarUna vez más reflejas mis recuerdos de esos dias de matanzas
ResponderEliminarLa matanza está descrita perfectamente y muy bien ilustrada, como tú sabes hacerlo.
ResponderEliminarEl tema no me gusta aunque era y aún es, la costumbre.
Recuerdo de pequeña que mi padre compró un pavo,vivo por supuesto,inocente de mí, lo adopté como mascota. Iba a verlo a la azotea de mi casa cada día y cuando llegaba del cole le daba de comer.
Un día, Navidad supongo, mi hermana Mercedes tuvo la mala uva de decirme que lo que había en el plato era mi pavito Rulín. No veas la llantina que cogí. Por supuesto no lo comí y a mi padre nunca más se le ocurrió comprar un pavo vivo.
Un beso, Teresa.
Rosa María: Gracias por tu comentario. A mi amiga Maga tampoco le gusta eso de los cerdos, la sangre, las tripas... y ha hecho el esfuerzo de leer el relato y comentarlo. Lo cierto, es que hace algunos años, los niños que viviamos muy cerca de la naturaleza teniamos una relación muy natural con estas cosas. Además, en los pequeños pueblos, no había muchas ocasiones para salirse de la cotidianeidad más aburrida y estas fiestas nos sacaban del tedio.
EliminarMe ha gustado muchisimo. Enhorabuena. ¡que bien lo cuentas!.
ResponderEliminarTransitamos por la vida, aprendemos a ponernos la corbata y hacernos el "nudo" y terminamos desnudos otra vez en la niñez ¿no?
Un abrazo
SOY YO
No sé si tú lo habrás vivido, porque te fuiste demasiado pequeño a la gran ciudad. Pero yo con mis primos y mis hermanos (niños y niñas) lo pasaba fenomenal.
EliminarGracias
No, no lo vivi, pero lo que estamos descubriendo -y tu lo recreas- es que ese mundo perdido nos haría falta ahora para amortiguar la cisis.
ResponderEliminarEn el mundo actual practicamente ha desaparecido el capital humano que tienen las sociedades pobres para saber hacer y producir para autoconsumo que en momento de aguda crisis como la actual amortiguaría el descenso a los infiernos.
Y no va a ser fácil recuperarlo, en algunos casos imposible, quedan pocos abuelos que lo trasmitan, además. Va a ser y esta siendo muy dura esta larga "noite de pedra".
SOY YO
Yo sí lo viví.Tú lo has descrito de forma certera; no te ha faltado detalle alguno.
ResponderEliminarAl alba nos despertaba un gruñido muy agudo , casi parecía un aullido, que nos encogía el corazón.Pero nos producía morbo;allí estábamos los chiquillos, en pijama, revoloteando y olisqueando todo lo que hacían los mayores.A mí me producía una sensación rara cuando bajaba, es que las cocinas de la matanza solìan estar abajo, y veía a los mayores tan contentos, ajenos al rugidodel animal, y muy afanados, mientras el matarife, que era mi padre( y tenía mucho prestigio por su precisión en los cortes)agarraba al marrano, que así lo llamábamos; yo solo tenía ojos y oídos para el gruñido, ya sordo y débil que que anunciaba que era el final.Qué bravura y dignidad; hasta el final se defendía moviendo las patas.El agua hirviendo le esperaba en la artesa.Qué habilidad tenía mi padre para raer con rapidez, la gruesa corteza y dejarlo limpio de pelaje; me maravillaba que no se quemara-Al día siguiente, deshacían al animal; así se llamaba el despiece-Era el día en que nos comíamos las "chincharras" asadas en la lumbre.Vamos que eran los trozos de solomillo o de lomo alto.Lo recuerdo como algo exquisito que nos cocinaba mi padre, con sal y pimienta, y con unos cortes especiales que él les hacía para que se hicieran rápido pero que no se quemaran.También era un gran momento gastronómico cuando se" probaba" la carne de morcilla y de chorizo.
Yo aún no he olvidado hacer chorizos.Pero desde que vivo en la costa se acabó; se necesita el clima de la sierra o el frío de Sª Mágina ¿verdad?
Otro momento para el recuerdo que nos has brindado,Teresa,Besos.Juanita
Gracias. Sabía que añadirías algún detalle. Por ejemplo lo de las "chincharras"; una palabra que no recordaba y que la voy a colocar en el texto, con tu permiso.
EliminarUn beso
Tere lo de chincharras tampoco ami me suena de nada,si los chicharrones que luego se le añadian a las migas,yo tambien vivi toda esa epoca solo que la primera matanza que se hizo en casa estaba para irme a la mili.
EliminarJuanita puede ser hija o nieta de los buscavidas.Para el proximo relato acuerdate de los que no montabamos a caballo ni se hacian matanza en casa, eramos muchos y tenemos derecho a salir.Un abrazo
No, amigo anónimo, quien seas. Juanita no es de esa familia, que supongo que son los que vivían al lado del pilar de La Carrera. Seguramente su padre también tenía esa habilidad y por eso lo hacía él mismo. En mi casa no, en mi casa venían los especializados, que, como tantas veces, no recordaba el mote. Gracias por decírmelo. Lo mismo que los matarifes. En Bedmar no se decía así, pero el relato quería hacerlo más universal.
EliminarUn abrazo y, si no te molesta mucho, por favor, firma con tu nombre. Es más bonita la comunicación.
DOS HORAS LLEVO BUSCANDO COMO HACERLO, SI VALE ASI PARA LA PROXIMA LLA LO SE.
EliminarNo queria ser anonimo
EliminarLla puedes perdonar no era mi deseo salir como anonimo.
EliminarGracias Juan.¡Qué bien que intervengas! Pero no te pongas así, que a mí precisamente no me interesan mucho los que van a caballo... jajaja
EliminarUn abrazo
Recuerdo que de niña las vivía con agrado. Los sabores y los juegos con mis primos entrando y saliendo de la gran cocina es lo que más me gustaba; el olor a sangre era ya otro tema.
ResponderEliminarAhora creo que no podría ver una en directo, estoy muy sensibilizada con el dolor animal.
Un beso grande.
Es verdad que cuando nos hacemos mayores nos volvemos más sensibles a ciertas cosas. Yo no puedo ver la sangre y la violencia me horroriza.
ResponderEliminarUn beso