Me gusta recordarla en su
último verano, cuando parecía ajena a las prisas y las preocupaciones que
vivíamos, en esa última etapa de nuestra vuelta al Sur. Se sentaba, buscando la sombra y el frescor que ofrecía
la parra de mi patio, en una ciudad pequeña de Cataluña, donde nos instalamos
hace ya cuarenta años. Yo buscaba la novela más adecuada para ella y se la
daba.
Cuando leía perdía de vista el mundo y se introducía en las historias y las vidas de esas mujeres, protagonistas, a las que yo procuraba acercarla, a través de la lectura. Disfrutaba de esos momentos y ya no la veía, como tantas veces, ansiosa por lo que había que hacer, o preocupada por el trasiego de la mudanza. Es como si hubiera entendido que su papel era el de ayudar a que el proceso que estábamos iniciando se hiciera menos costoso. Así que no molestaba, sino que permanecía en su pequeño mundo de libros, rosarios y oraciones, esperando la noche; eso sí, cada vez más delgada e inapetente.
Una de mis amigas llegaba
casi todas las tardes y la saludaba con un beso y un “guapa” cariñoso, que ella recibía con una sonrisa de
agradecimiento. Eso le daba energía para mantenerse tranquila hasta después de la
cena, cuando la familia se reunía delante de la televisión y podía desfogarse
haciéndonos partícipes de cualquier anécdota de su vida, narrando esas pequeñas historias del pueblo,
tan sabidas ya por todos nosotros.
La cara cómica de mi madre |
Desde que empezaba el
calor disfrutaba con los baños de pies. Se levantaba la ropa, dejando ver parte
de los muslos, sin apenas pudor, porque lo que quería era evitar la hinchazón
de las extremidades. Esos eran los cuidados
que se permitía, y los desayunos en la cama del domingo, mientras veía
la misa retransmitida a través de la televisión. ¡Cuantas veces pensé en dejar
esa imagen para el recuerdo, para estar segura que aquello era real: mi madre
placenteramente sentada entre almohadones, dejándose querer! Ella, que jamás se permitió la pereza ni
ningún otro “vicio” que pudiese hacerla sospechosa de no ser “una mujer como
Dios manda”. ¡Por fin se dejaba querer!
En ese momento no supe interpretar esa nueva actitud suya, pero ahora, cuando
han pasado dos meses desde su muerte puedo entender mejor el cambio que apenas
advertí.
Todas las madres deben ser
singulares para sus hijos. Yo desde pequeña tenía esa impresión acerca de la
mía. Lo cierto es que siempre fue una madre severa, que no nos daba demasiadas oportunidades de
disfrute; ella pensaba que la vida había que ganársela trabajando, estudiando,
siendo disciplinada y seria. Pero yo, a pesar de todo, la admiraba, porque en el fondo la veía
diferente a las madres de otras niñas, distinta de las mujeres con las que
tenía ocasión de compararla. Pero ha hecho falta que se marche para poder
hablar de sus cualidades. Ahora siento
su ausencia cada día y han perdido valor las cosas que en otro tiempo me
provocaron dolor.
Rosario con su hijos |
Mi madre era especialmente
inteligente y por eso mismo fue una persona compleja. El mundo en que le tocó
vivir dejaba poco margen a las aspiraciones personales y los sueños, sobre todo
a las mujeres de su clase. Pero ella nunca se rindió y quizás se burló del
destino, viendo a sus hijos acabar los estudios, tener una profesión y una vida cómoda. Eso
sí, aunque de puertas hacia fuera presumía de nuestra inteligencia y éxitos, a
nosotros nunca nos halagaba porque, según decía, “nos lo íbamos a creer” y eso
no era bueno. Eran otros tiempos: la austeridad había que practicarla hasta en
las caricias y las palabras agradables.
Mi madre derrochaba una
enorme energía, tanta, que quizás lo que le faltó fue poder canalizarla de una
forma creativa y positiva. La vida, como a la mayoría de las personas de su
generación, se le truncó con la
Guerra Civil: perdió a su madre, y Fernando, al que ella siempre creyó el
hombre de su vida, murió en la Batalla del Ebro. Dos acontecimientos que la
dejaron marcada para siempre.
Antes de eso era una joven
que “prometía”, aunque estaba en un medio poco propicio para que las mujeres
pudieran destacar. No obstante, dentro de sus posibilidades, ella pudo
desarrollar su espíritu artístico y su capacidad expresiva. Destacó por su
hermosa voz. Desde pequeña he oído hablar a la gente de sus “solos” en la iglesia; decían que cuando cantaba se hacía un silencio absoluto y mucha gente
dirigía la mirada hacia el coro, para
confirmar que era Rosario la que cantaba.
¡Cuántas veces, niña yo
aún, he escuchado a sus amigas y vecinas hablar de esa cualidad suya!, un legado que ella procuró dejarnos y que
ahora reconozco en mí. Cantar fue una de
sus aficiones y cualidades y hasta el último momento la ha cultivado. En su
último año de vida, viendo la misa en la televisión o rezando el rosario, me
sorprendía agradablemente escucharla,
con una vocecita que casi no le salía ya del cuerpo, pero afinando perfectamente.
Su capacidad expresiva
como actriz pudo descubrirla actuando en pequeñas obras de teatro, durante la
2ª República. Nunca olvidó esos años que
le marcaron quizás más que la propia guerra, a pesar de que ésta se
llevó tantos sueños e ilusiones. Para entonces ya había muerto su madre y se
había tenido que hacer cargo de su abuelo, como una mujer adulta, aunque sólo
tenía 14 años.
La experiencia más recordada por mi madre en relación a sus actividades juveniles, es la representación que hizo de la obra de teatro “Morena Clara”, llevada al cine por Imperio Argentina. En esa obra ella fue la protagonista y aunque era muy joven, todos dicen “la bordó”. Todavía con 84 años (antes de morir) podía recitar uno por uno todos los diálogos de la obra, y a cada personaje le daba el tono y la expresividad que requerían.
La experiencia más recordada por mi madre en relación a sus actividades juveniles, es la representación que hizo de la obra de teatro “Morena Clara”, llevada al cine por Imperio Argentina. En esa obra ella fue la protagonista y aunque era muy joven, todos dicen “la bordó”. Todavía con 84 años (antes de morir) podía recitar uno por uno todos los diálogos de la obra, y a cada personaje le daba el tono y la expresividad que requerían.
Yo diría que mi madre se
quedó estancada en ese periodo de su vida, porque hablaba y hablaba de esas
experiencias y de las personas con las que las compartió. Se puede decir que
esos fueron “sus tiempos”. Rosario
protagonista, admirada, querida y reconocida por todos, visible, más allá del papel que como mujer tenía
encomendado.
En estos últimos años, la
propia vejez le hacía mella en su conducta social. Se mostraba de otra forma y
necesitaba ser escuchada. Siempre que
teníamos visitas, cuando cada cual explicaba sus cosas, ella se levantaba de
pronto, y empezaba la “función”:
representaba pequeños monólogos que se había aprendido de niña, dejando al
“personal” boquiabierto. Era una forma de dejarse ver, de decir ¡aquí estoy yo!
Rosario Caballero, esa mujer que tiene un pasado, que ha realizado una vida
valiosa, y no esta vieja a la que nadie valora. No se rendía, a pesar de estar
ya alejada del lenguaje de sus nietos, de la televisión, de la vida de la calle. Su voz se dejó
oír hasta el último día, antes de marcharse definitivamente, cuando recitó una
poesía larguísima, que por cierto, nunca
yo le había escuchado. Una memoria prodigiosa que no perdió nunca.
Esa era mi madre: Rosario,
la hija del “Maestriche”, mi abuelo, hombre también singular, dotado para la
música y que dejó una herencia en sus hijos, quienes de una forma u otra han
desarrollado esa sensibilidad musical.
Mi madre tenía además una inclinación natural hacia el mundo social. Quizás su propia historia hizo que se identificara con las personas necesitadas. Vivió un exilio obligado, desde un barrio acomodado, donde nació, a una zona del pueblo donde la miseria era más visible. Allí, cuidando de su abuelo y regentando una tienda, pasó la mayor parte de su vida. Fue en ese escenario donde ella pudo desarrollar algo tan hermoso como la ayuda a los demás.
Mis abuelos maternos. Mi madre, en el centro, junto a sus hermanas mayores |
Mi madre tenía además una inclinación natural hacia el mundo social. Quizás su propia historia hizo que se identificara con las personas necesitadas. Vivió un exilio obligado, desde un barrio acomodado, donde nació, a una zona del pueblo donde la miseria era más visible. Allí, cuidando de su abuelo y regentando una tienda, pasó la mayor parte de su vida. Fue en ese escenario donde ella pudo desarrollar algo tan hermoso como la ayuda a los demás.
Sólo quien ha vivido esa
época puede hacerse cargo de cual era la situación de la gente sin recursos ni
trabajo. Vivir cada día era una heroicidad para muchos y asistir a ese
espectáculo un revulsivo para la conciencia.
Decenas de familias, viviendo en
cuevas, en la ladera de la sierra;
esperando las temporadas de aceituna o de siega para poder tener algo de
dinero y pagar las deudas adquiridas en las tiendas de alimentación del
barrio.
Y la escuela, un lujo para
los niños, cuyo papel era ayudar a sus familias, bien trabajando en el campo,
sirviendo en las casas de los ricos o quedándose al cuidado de los más
pequeños. Por eso, tener un recurso como la casa de Rosario para
aprender a leer y escribir fue importante.
En invierno, al calor del brasero, o en las largas tardes del verano, la
sala de estar se convertía en una pequeña clase. Fue la única escuela que
tuvieron muchos niños de esa época. Por
eso no es raro encontrar a mucha gente en el pueblo que aún hoy nos agradece lo
que aprendieron en mi casa.
Bedmar, el barrio de mi infancia |
Y es que en un mundo en el
que eran pocos los que había podido ir a la escuela, saber leer y escribir
correctamente, y las cuatro reglas, era muchísimo. Ella, por suerte, lo aprendió de pequeña y generosamente sabía
sacarle partido. Por eso me gusta hablar
de una de las actividades más bonitas que llevaba a cabo mi madre y que
presencié muchas veces en mi infancia: la escritura de cartas.
Las cartas que escribía mi
madre eran famosas en el barrio. Tenía esa capacidad de poner palabras a las
cosas que las mujeres analfabetas necesitaban explicar a sus hijos, maridos o
novios. Y es que casi siempre eran los hombres quienes se marchaban a algún
sitio: la mili, Alemania, Suiza, Madrid…
Sabía cómo decir lo que había que decir y todas confiaban en su juicio. No necesitaba la presencia de nadie,
simplemente le dejaban las cartas en casa y ella las contestaba, con sus
propias palabras y aquella retahíla que empezaba: “Querido esposo: deseo que al recibo de esta te encuentres bien,
nosotros todos bien, gracias a Dios”. Por todas estas cosas la gente la respetaba
y la admiraba. Quizás por eso todavía hoy dicen, refiriéndose a esas
cualidades: ¡¡qué graciosa era Rosario!!
En estos días, cerrando la casa donde ha vivido en los
últimos años, removiendo sus papeles,
sus cosas más íntimas, he sentido tantas emociones… libretas llenas de
canciones, una edición antigua de la
obra de Morena Clara, cartas, fotografías, objetos y detalles de los que nunca
quiso desprenderse y que ahora hay que tirar.
Lloro por todo ello y por tantas cosas que no puedo nombrar.
Todo me remite a mi vida en ese lugar, muy cerca de ella siempre, acompañándola en sus visitas a la familia y amigos. No estaba bien visto que las mujeres salieran solas. Como hija mayor ese era mi papel. Me gustaba incluso ir a la Misa de Alba -qué nombre tan hermoso-. Con 10 y 12 años me levantaba a las 5 de la mañana para acompañarla, luchando contra el frío y el sueño. Y es que era más atractivo para mí el ambiente y el misterio que se respiraba en esa ceremonia, que el calor de la cama. Los olores y los sonidos de esas misas forman parte de mi memoria emocional. A pesar del tiempo transcurrido y el cambio de vida que supuso para todos la emigración, el día del entierro de mi madre, al entrar en la parroquia, no pude contener la emoción que me provocó ese escenario. Abrazada a mi hijo mayor lloré como una niña. Y es que la pérdida de mi madre me estaba enfrentando a otra mucho más antigua: la de mi pueblo y el mundo de mi infancia.
Todo me remite a mi vida en ese lugar, muy cerca de ella siempre, acompañándola en sus visitas a la familia y amigos. No estaba bien visto que las mujeres salieran solas. Como hija mayor ese era mi papel. Me gustaba incluso ir a la Misa de Alba -qué nombre tan hermoso-. Con 10 y 12 años me levantaba a las 5 de la mañana para acompañarla, luchando contra el frío y el sueño. Y es que era más atractivo para mí el ambiente y el misterio que se respiraba en esa ceremonia, que el calor de la cama. Los olores y los sonidos de esas misas forman parte de mi memoria emocional. A pesar del tiempo transcurrido y el cambio de vida que supuso para todos la emigración, el día del entierro de mi madre, al entrar en la parroquia, no pude contener la emoción que me provocó ese escenario. Abrazada a mi hijo mayor lloré como una niña. Y es que la pérdida de mi madre me estaba enfrentando a otra mucho más antigua: la de mi pueblo y el mundo de mi infancia.
Sin embargo me consoló la
certeza de saber que para ella habrá sido hermoso despedirse así de este mundo:
con la Virgen, Patrona del pueblo, vestida con todas sus galas, en el altar
mayor de la Iglesia repleto de flores;
la música, dirigida por su hermano;
las mujeres del coro cantando, y tanta y
tanta gente emocionada que quiso estar allí esa mañana calurosa de
Septiembre, despidiéndola en el día de
su último viaje.
¡Qué decir Teresa! Además de sentir mucho que este día no estés con ella, tu texto me ha emocionado. No me extraña que estés orgullosa de tu madre. Mujer valiente y generosa. Me ha encantado esa parte cuando se levantaba y empezaba “la función”, y es que una vida así siempre merece ser recordada. Hoy le has hecho un bonito homenaje compartiendo con nosotros unos recuerdos que salieron de tu corazón dolorido. Seguro que ella estaba muy orgullosa de ti... todas las madres lo están, aunque les cueste exteriorizarlo, lo sé.
ResponderEliminarUn beso Teresa.
Gracias Teresa. De todos modos, ese "casi todo" tiene su significado. Como toda hija de vecina, tenía sus luces y sus sombras, para qué negarlo. Pero al final, lo que perdura en el recuerdo es lo positivo; o al menos es lo que a mí me gusta.
EliminarCompartir esta carta con tus familiares y amigos,ha sido interesante.Yo la conocí y pase unos ratos muy bueno con ella no la olvidaremos nunca.besos
ResponderEliminarGracias Fina.
EliminarUn beso
Eres digna hija de ella.Seguro que ahora , te estará valorando todo lo que has conseguido y se sentirá orgullosa de ti.
ResponderEliminarYa sabes que me reencontré contigo a traves de tu "ventana", en aquella entrada que le dedicaste a tu madre; me revolvió algo muy dentro.Yo añoraba también a la mía, amiga de la buena de Rosario, a la que le dedicaba siempre adjetivos muy positivos.Ya en sus últimos años, y sufriendo de forma declarada el maldito Alzheimer, que le privó de los recuerdos de una vida, pude comprobar que al encontrarse en La Calle Llana se alegraba al ver ese rostro amigo de su infancia.Yo, a través de esa alegría en su rostro,porque ella se comunicaba ya con emociones más que con palabras, supe que se habían querido y que habrían compartido vivencias juveniles veladas para mí.Hoy,Día de la Madre, me he dado cuenta que nosotros nos hemos vuelto a encontrar a traves de nuestras madres ya ausentes.Es bonito ¿verdad?.Con nuestros recuerdos hacia ellas, siguen viviendo,Y no te digo nada cuando empiezo a recordar sus " andrajos", sus hojuelas, su manera tan primorosa de coser aunque fuera para hacerme trapos de cualquier sábana.Y qué decir de sus localismos tan graciosos para hablar, me encanta recordarlos... y no te creas que a mí me salen de forma espontánea vocablos y giros que creía dormidos en mi memoria.Un abrazo para ti y un recuerdo muy cariñoso para tu madre Rosario, la del Maestriche y para la mía, su amiga MªAntonia la de Juan Medina.Tu amiga Juanita.
¡Qué bien que ahora puedas expresar estas cosas tan hermosas así, públicamente. Yo también me veo muchas veces usando los localismos y las expresiones no sólo linguísticas, sino corporales. No podemos dejar de ser quienes somos, amiga.
Eliminar¡Ah! Me doy cuenta de que has encontrado la tecla para poner tu nombre. Con esto de la informática sólo hay que tener paciencia.
Un beso
Precioso comentario Juanita.
EliminarUn abrazo para las dos. Y bueno Teresa, de tal palo...
No sabemos del todo bien lo mucho que tenemos que agradecer a esa generacion de MADRES con mayúscula a la que perteneció Doña Rosario (todas ellas nacidas antes de 1940). Ellas inicaron lo que en demografía de llama la transicion demografica. Y lo hicieron "a pelo", sin tener clara conciencia de lo que hacían, pero lo hicieron y Doña Rosario fue de las primeras, primeras, que empezaron a no "cargarse" de hijos, a verlos como algo "valioso", único, con costes elevados, pero que valía la pena "sacarlos" adelante, que era un "inversion" humana y de capital para el FUTURO (tambien con mayúsculas, nada de Carpe diem y otra gilipolleces).
ResponderEliminarSu comportamiento que a poco tiempo se generalizo tiene un mérito brutal, -sin soportes, sin apoyo, guíadas un poco por su intuicion y experiencia- porque de alguna manera aseguro la "prosperidad" de la siguiente generacion (No nos engañemos, no hay economía que aguante las tasa de natalidad de por ejemplo, paises como Venezuela o Mexico o Marruecos, llenos de autenticas "conejas de cría" y perdonenme la expresión.
Y eso en un pueblo de la España "profunda", pero "profunda" de veras (Lo cual no quita para pensar que estuvieran en el neolitico, cada expresión en su contexto y matizada, que en la Francia de los años 40-50 había zonas no tan diferentes). Piensen que antes de ellas, justo antes (15 + 5 años, que es lo que marca una generacion) se tenían los hijos lisa y llanamente para esclavizarlos sin piedad en el campo o donde fuese desde los 6 años y casarlos (o "colocarlos") una vez bien exprimidos cuan limones (justo al volver de la mili, que entonces espabilaba mucho). Y eso los que sobrevivían.
SOY YO
Gracias por tu comentario. Ya sabes que ella te quería y le encantaba que vinieras a comer "pompos".
EliminarUn abrazo
Me siguen gustando a rabiar ¡que buenos estan!. Curioso ¿no?
ResponderEliminarSOY YO