Los veranos eran largos y calurosos; en las huertas se percibía esa explosión de vida y de color propios de la época: tomates, pimientos, calabazas, habichuelas, melones, sandias, berenjenas, pepinos, higos, manzanas, melocotones, peras… y los granados, esperando el otoño, para dejar ver sus frutos, granates, riquísimos.
Rojo, verde, amarillo, morado, naranja, con todos sus matices y gamas: un vergel, tal y como entonces se decía, casi un paraíso, donde despojarse de las obligaciones de la vida cotidiana en el pueblo.
Los hortelanos esperaban las vacaciones escolares, y se instalaban en el rio, que era como se decía entonces a la zona de huertas. Los niños asistíamos ilusionados a los preparativos del traslado; poca cosa, ciertamente, porque la vida en el campo era aún más parca que en el pueblo: un pequeño cobertizo, al que, curiosamente, le llamábamos cortijo. Simplemente una estancia, de unos 40 metros, donde colocábamos una cama consistente en unas patas muy gruesas y cuatro largueros, que servían para construir el armazón donde se colocaba el colchón de lana.
Recuerdo esos veranos como un tiempo de libertad, de descubrimientos y de pequeñas aventuras, siempre acompañada de mis primos; algunos de mi misma edad, otros más chicos, y los mayores, de los que siempre aprendíamos cosas.
Las mañanas eran especialmente agradables. Fresquísimas y brillantes, se aprovechaban para recoger los productos de la mata o del árbol. Comíamos de lo que producía la huerta. Ahora evoco la imagen de mi abuela con una cesta de mimbre, y yo a su lado, recogiendo unas manzanas blanquísimas, que crujían al hincarle el diente: de cera, les decían. Manzanas de cera. Eran riquísimas.
Las relaciones de vecindad eran importantes. Las mujeres, sobre todo, se visitaban en las largas y calurosas tardes de estío. Con la labor en la mano, se contaban los dimes y diretes de unas y otras; se hacían confidencias sobre los pretendientes de las muchachas casaderas, de los embarazos a destiempo, de las historias cotidianas en un mundo muy pequeño, en el que las niñas, siempre que nos dejaban, tratábamos de entrar. Una de las vecinas a las que solía visitar mi madre era María la Curi; una mujer muy cariñosa y simpática, que tenía, que yo recuerde, dos hijas. Al menos eran las que estaban en la huerta todo el verano. Tenia un varón que trabajaba en el portal de la casa del pueblo, como zapatero, pero él no recuerdo yo que se instalara en el campo con la familia. Seguramente se debía a sus obligaciones con el oficio. De esos momentos en la huerta de María, lo que ha quedado más prendido en mí son el frescor del llano, bajo la parra, y la mezcla de aromas cuando se regaban las macetas que adornaban el cortijo: albahaca, don pedros, claveles, geranios...
Mis padrinos y mis abuelos eran los vecinos más próximos y los que acompañaban las largas y negrísimas noches, preñadas de estrellas. Algunas veces no era necesaria ni la pequeña llama del candil de aceite; al fin y al cabo para la charla, las risas y las canciones, la noche estrellada es perfecta.
El agua era el elemento fundamental en la huerta. El rio Cuadros corría lento, transparente y sinuoso a lo largo del pequeño valle. En algunos lugares formaba pequeñas pozas con suficiente profundidad como para zambullirse en el frescor de las aguas. Pero claro, eso lo hacían los niños; a nosotras nos estaba totalmente prohibido adentrarnos en esos mundos que los mayores percibían llenos de peligros y hasta de pecado. Yo me aventuraba, junto con mi hermana y con mis primas, únicamente en las zonas menos profundas y tranquilas. Allí cazábamos pequeñas ranas; una actividad muy divertida, para la que había que tener cierta pericia y, sobre todo, paciencia. Haciendo gala de una cierta perversión infantil, propia de los niños de campo, soltábamos a los pequeños anfibios para que nuestro gatito saltara sobre ellos, con el ánimo clarísimo de reírnos un rato de la escena, aunque intentábamos que el gato no consiguiera su objetivo: atrapar a la ranita.
También era el fregadero para los cacharros de cocina y de los platos, a los que se les echaba tierra para quitarles la grasa. Puedo asegurar que quedaban brillantes. A la ropa no, la ropa, se lavaba con jabón que hacía mi abuela, con el aceite que sobraba en la cocina, al que añadía sosa caústica. Después de restregar bien cada prenda, se tendía al sol enjabonada, para que quedara más blanca, y luego, una vez seca, se aclaraba y volvía al sol. Ni que decir tiene, que el olor que desprendían después los trapos, y la blancura de las sábanas y la ropa interior, no tenían parangón.
¡Ah, que se me olvidaba! La limpieza de los caracoles. Esa era una tarea de las niñas, con la que disfrutábamos, seguramente por la textura de las babas del molusco, semejante a otras secreciones humanas, así que el alboroto estaba asegurado. La acequia era testigo de toda esa preparación, hasta que las madres o la abuela Teresa nos llamaban la atención o se quitaban la alpargata, con el ánimo de asustarnos y poner orden en tanta algarabía caracolera.
Pegado a la pared posterior del cortijo, junto a la acequia, teníamos montado nuestro taller de cerámica. Con barro, construíamos una casa y tratábamos de amueblarla, del mismo modo. Mi primo Antonio y mi hermano, eran los arquitectos, y las niñas nos ocupábamos de la alfarería. Éramos verdaderos aficionados y conseguíamos moldear el barro hasta obtener distintas vasijas, platos, mesas… Vaya, que la casa quedaba preparada para habitarla. Lástima que como no podíamos cocer la arcilla, en poco tiempo se agrietaba y quedaba totalmente inservible. Pero eso no era problema, porque tiempo era lo que sobraba y volvíamos a la carga.
Las niñas teníamos una higuera, a la que convertimos en nuestro rincón preferido; el lugar íntimo donde subirnos y hablar de nuestras cosas. Allí recuerdo que pasábamos mucho tiempo. Transcurridos muchos años, volví a la huerta y fui directa a comprobar si también mi higuera había desaparecido. La higuera sigue en pié todavía, recordándome que una vez fui niña, que la fantasía y la imaginación fueron compañeros de muchos días de verano y que el tiempo no acaba con todo.
Una de las escenas que ha quedado prendida en mi memoria es el camino hacia el molino. ¡Cuántas veces lo habré hecho con mi hermana y mis primas! Al recrear este tiempo me doy cuenta de que tal vez esté distorsionando la realidad, pero no lo he olvidado. Como tampoco he olvidado el cariño de un matrimonio que tenía un cortijo a mitad del camino. No tenían hijos, pero amaban a los niños y eso debía ser muy perceptible, porque ha quedado en mi memoria. Como no tenían otra cosa, nos obsequiaban con moras, cerezas y otras exquisiteces de la huerta. Y nosotras, nos dejábamos querer. Mateo y Mª Juana eran sus nombres. Aunque lo había olvidado, las redes han jugado su papel de memoria colectiva y me han hecho dos regalos: la foto en blanco y negro y sus nombres.
El molino era una casona muy contundente, construida al borde del rio. De la fuerza del agua obtenían la energía para todo el proceso de elaboración del pan.
Mateo y Mª Juana, los vecinos amorosos |
A nosotras nos debía parecer algo muy especial, y nuestros padres nos dejaban ir solas. Era una responsabilidad que cumplíamos con total seriedad. Comprábamos el pan para toda la semana y nos divertíamos en el camino, acompañadas de nuestro gatito, que, como un perro, nos seguía sin cansarse. Mi abuela guardaba el pan en una orza, donde se mantenía perfectamente cinco o seis días, para ser consumido. Y estaba riquísimo.
La única oportunidad de diversión en el rio era la celebración de la Virgen de Agosto. Esa fecha se celebraba con la familia y los vecinos de las huertas contiguas. En común se hacían grandes comilonas, se jugaba con el agua, hasta quedar totalmente empapados, y por la tarde, después de dormir la siesta, cuando refrescaba, se organizaba el baile, que se alargaba hasta media noche. La música la componían grupos de aficionados, con instrumentos de cuerda: guitarras, bandurrias y laudes. Las oportunidades para este tipo de divertimentos eran tan escasas, que todos, chicos y grandes participábamos en la fiesta y bailábamos hasta la madrugada.
En este mes de agosto he vuelto a ese rincón de la infancia. Ya nada es como era, pero los granados esperan su tiempo, y la higuera, nuestra higuera, sigue en pié, y los restos del molino al otro lado del rio. Una piedra recuerda el lugar donde estaba el cortijo. Tampoco yo soy la misma, ni me emociono como otras veces, pero noto que me embarga la melancolía. Miro todo aquello a través del objetivo de mi cámara, y nostálgicamente sonrío.
Tere:
ResponderEliminarMe ha encantado el recorrido emocional que has hecho de la huerta de tu pueblo-al que gracias a tí también he podido conocer-.
Tus imágenes son claras y plenas de añoranza y emotividad.
Gracias por hecernos partícipe de él.
EME
Teresa: Me has hecho rememorar todas las sensaciones, que tú, de forma impecable, has sabido describir,.No me ha faltado ni el sentido del olfato.El olor de la higuera por las mañanas, a medida que te leía, resucitaba mis papilas olfativas.¡Y qué decir de las cigarras cantando hacia las doce de la mañana.Maravilloso el texto.
ResponderEliminarUn abrazo.Juanita
Gracias amigas. Especialmente a Juanita, que compartió ese tiempo, muy cerquita, y que me encanta regalarle estos momentos evocadores.
ResponderEliminarAl volverlo a leer, me he dado cuenta de un " gran detalle" que antes pasé por alto. Supongo que coincidimos en tiempo y espacio cercano, en las huertas, en algún verano.La fotografía de mis vecinos, que ya veo que tambien eran tuyos.Mª Juana y Mateo, entrañables.Ella se reía mucho; su cortijo compartía la linde con el de mis padres.Siempre que había tormenta, no se la causa, pero a mí me llevaban con ellos y hasta dormía en una cama contigua a la suya, de farfolla bien mullida.Allí me hacían bailar, y eso que era bastante tímida.Mateo era muy gracioso.Cosas de las noches largas al sereno, cumpliendo con la tradición de relacionarse con los vecinos, a la luz de un farol.Eran amistades para toda la vida.Cómo me gustaba el calor de la mano de Mª Juana , cuando para llevarme a mi huerta de vuelta de la suya, bien negro todo, atravesábamos la acequia y las rigueras que llevaban el agua a los tomates, si antes no le "quitaba" el agua otro vecino más arriba.Es un mérito que, sin leyes escritas, los hortelanos se entendieran y se respetaran el riego.No había puertas para el campo; la vida se hacía en el llano.
ResponderEliminarSeguro que estuvimos cerca.¿Dónde estaba la huerta de tus padres?La nuestra, que ahora es mía, estaba al lado del caz ( se llamaba así a la acequia).El caz llevaba el agua al molino de Pedro María.
Bueno, poco a poco, vamos perfilando una época.
Un abrazo.Juanita
Bueno... bueno... Pues incluso los nombres del matrimonio los encontré el otro día en Facebook, junto con la foto, pero los había olvidado y me dio muchísima alegría. Luego, como no me los anoté había perdido el de Mateo. Esta mañana, al colocar la foto, me he dado cuenta y ahora tú me los recuerdas... De verdad que esto es mágico. Y qué emoción pensar que ambas disfrutábamos de las mismas cosas y las mismas personas. Fíjate que tenemos idéntica percepción de esta pareja y eso significa que de verdad eran así: buenos, en el buen sentido de la palabra. Nuestra huerta estaba al otro lado del rio, enfrente del molino, o sea, que teníamos que cruzarlo y caminar un buen trecho hasta llegar. Pero vamos, que estábamos cerca. Me alegro de que completes mis recuerdos. Siempre te lo he dicho, que entre las dos podríamos hacer algo muy bonito, porque tú tienes más memoria y diferentes recuerdos que completan lo que yo he guardado. Un beso amiga.
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