Cada mañana lo veía subir por la rampa que conducía desde el almacén al gran vestíbulo donde se cargaban y descargaban los camiones.
Sobre las nueve y media de la mañana, las muchachas de los talleres bajaban a almorzar al comedor. Ella acababa de aterrizar en la empresa. Con la carita de niña, salpicada de pecas, y un aspecto que delataba su origen pueblerino, aún no se sentía segura lejos de sus primas. Por eso, a la hora del almuerzo, se confundía con la masa de jovencitas llegadas del sur; mucho más parecidas a ella que sus compañeras del despacho, con las que todavía no tenía confianza.
El muchacho casi siempre portaba una especie de carro con alguna mercancía; a veces, un perchero cargado de vestidos o trajes. Se movía nerviosamente. De estatura más bien pequeña, y aspecto frágil, parecía más joven de lo que en realidad era, más o menos dieciocho años. Pero lo que destacaba en aquel chico moreno, era su mirada pícara y su brillante sonrisa, siempre a punto de seducir a quien se pusiera a tiro. Pero Rafa, así se llamaba, quizás no lo supiera. Tal vez no era consciente de ese encanto personal, y por eso era fácil acercarse a él. Claro que Maria tardó algún tiempo en darse cuenta de eso y durante meses, su corazón latía más aceleradamente de lo normal, cada vez que lo veía. Lo peor era encontrarse en el reducido espacio del ascensor. Allí sus traviesos ojillos la ponían muy nerviosa y no sabía hacia dónde dirigir la mirada. Sólo tenía quince años y sus compañeros de oficina, burlonamente, le hablaban de él y de otros muchachitos… recuerda un tal Hilario, con el que también estaban empeñados en emparejarla.
Ella, inocente y llena de miedos y complejos, procuraba pasar desapercibida, ser lo más natural posible, pero sobre todo, evitaba los encuentros comprometidos.
Sobre las nueve y media de la mañana, las muchachas de los talleres bajaban a almorzar al comedor. Ella acababa de aterrizar en la empresa. Con la carita de niña, salpicada de pecas, y un aspecto que delataba su origen pueblerino, aún no se sentía segura lejos de sus primas. Por eso, a la hora del almuerzo, se confundía con la masa de jovencitas llegadas del sur; mucho más parecidas a ella que sus compañeras del despacho, con las que todavía no tenía confianza.
El muchacho casi siempre portaba una especie de carro con alguna mercancía; a veces, un perchero cargado de vestidos o trajes. Se movía nerviosamente. De estatura más bien pequeña, y aspecto frágil, parecía más joven de lo que en realidad era, más o menos dieciocho años. Pero lo que destacaba en aquel chico moreno, era su mirada pícara y su brillante sonrisa, siempre a punto de seducir a quien se pusiera a tiro. Pero Rafa, así se llamaba, quizás no lo supiera. Tal vez no era consciente de ese encanto personal, y por eso era fácil acercarse a él. Claro que Maria tardó algún tiempo en darse cuenta de eso y durante meses, su corazón latía más aceleradamente de lo normal, cada vez que lo veía. Lo peor era encontrarse en el reducido espacio del ascensor. Allí sus traviesos ojillos la ponían muy nerviosa y no sabía hacia dónde dirigir la mirada. Sólo tenía quince años y sus compañeros de oficina, burlonamente, le hablaban de él y de otros muchachitos… recuerda un tal Hilario, con el que también estaban empeñados en emparejarla.
Maria, con sus compañeros |
El día de la boda del amigo de Rafa |
Es verdad, piensa… Eran la misma imagen de la felicidad; ambos vestidos de blanco y bailando como posesos. Una tarde de verano, y en un entorno que no podía ser más bucólico: una pequeña iglesia románica, rodeada de pinos, muy cerca de la ciudad donde vivían.
Después… nada. La vida, los estudios, los trabajos…, los hijos… Un tiempo en blanco.
Un día, como tantos otros, ella entró en la red. Tenía uno de esos momentos de soledad y quietud, propicios para el recuerdo y la nostalgia. Seguía siendo una sentimental y no había olvidado aquellos primeros descubrimientos y experiencias vitales. A veces le asaltaban recuerdos de escenas de la primera época en la ciudad, y solía soñar muchas noches con sus compañeros de la oficina. Eran sueños que la devolvían a la vida cotidiana en su primer trabajo, a los afectos, pero también a los miedos y las inseguridades, que de todo hubo.
Habían pasado más de treinta años, pero se atrevió a abrir una puerta al encuentro con el pasado. Escribió su nombre y apellidos: Rafael Romero Torres. Esperó que alguien, al otro lado, diera una respuesta. Y allí estaba. Con algunos años más, y sin embargo…, con aquella sonrisa llena de encanto.
Genio y figura, pensó…, y una alegría casi adolescente se le coló entre los pliegues de su alma ya madura.
Habían pasado más de treinta años, pero se atrevió a abrir una puerta al encuentro con el pasado. Escribió su nombre y apellidos: Rafael Romero Torres. Esperó que alguien, al otro lado, diera una respuesta. Y allí estaba. Con algunos años más, y sin embargo…, con aquella sonrisa llena de encanto.
Genio y figura, pensó…, y una alegría casi adolescente se le coló entre los pliegues de su alma ya madura.
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