Los viajes desde Jerez a Sevilla me producen un enorme placer. Percibo el lento traqueteo del tren, que se va alejando de la ciudad y dejando atrás ese paisaje que homogeneiza a todas las poblaciones por donde transcurre la vía: los polígonos industriales, las chatarrerías y los desguaces, los grandes almacenes y los concesionarios de coches. Poco a poco el paisaje cambia, y entonces, me suelo quedar extasiada contemplando las suaves y siempre cambiantes ondulaciones del campo. Dejo la lectura, o cualquier otra cosa que esté haciendo y sólo me dedico a la contemplación. Estamos en Septiembre, y no ha llovido más que un día, pero la tierra lo agradece y nos ofrece un color pardo-ceniza, pero tan hermoso y cambiante, (según el camino que toman las nubes) que mis ojos se han humedecido por la emoción. No es la primera vez que me pasa. Estos paisajes me suscitan sensaciones muy placenteras; agudizan mi sentido poético. Hoy pensaba en ello, cuando divisé en el horizonte una humilde casa de campo, algo abandonada por el paso del tiempo y la falta de pintura, pero estaba allí, en lo alto, como sobrepuesta en la dulce colina de tonos amarronados, desprovista de cualquier elemento vegetal, pelada, a punto de recibir la siembra. Una imagen bucólica y tremendamente poética.
Luego, he observado cómo los cambios tecnológicos están modificando los campos que siempre han sido productores de cereal. Ahora, grandes y brillantes placas solares, anuncian que la energía empieza a ser un bien muy preciado y necesario. Justo al lado de las placas, la imagen es muy diferente: grandes plantaciones de algodón, al que en este tiempo ya se le ve blanquear. Después, un rebaño de cabras, el pastor y el perro, que acompaña al hombre en su celo para evitar que alguna de ellas se despiste. Me encanta contemplar un joven olivar, primorosamente plantado; hileras perfectas, que se desparraman, desde la vía hasta una edificación preciosísima, un cortijo, que parece sacado de una película publicitaria sobre Andalucía. Cuadrillas de hombres y mujeres, con sus espuertas de esparto, recogen el fruto: la aceituna de mesa, (pienso para mí) porque es muy pronto para la otra, la que se utiliza para la producción de aceite. Hace tiempo que no veía algo así; esa imagen me traslada a un tiempo ya muy lejano, cuando aún vivía en mi pueblo.
Al pasar por las poblaciones por las que transcurre la vía férrea, pienso en el desastre urbanístico que también aquí ha llegado, aunque menos: Lebrija se extiende hacia el sur y cada vez mas hacia la estación. Casas pareadas, todas iguales, como cualquier otro pueblo... una pena, porque pierde identidad, la personalidad que le dan sus calles y sus bonitas casas en el centro de la población. Me pregunto si hay tanta gente como para poder ocupar todo este gran barrio, una especie de pueblo nuevo, pegado al de siempre. También ocurre igual en Utrera y Dos Hermanas. Sus preciosas torres siempre me llaman la atención y me invitan a hacer una vista algún día, pero no puedo evitar pasar mi mirada crítica sobre esas terribles gruas que aféan tantísimo el paisaje urbano de nuestros pueblos; y lo peor, son el anuncio de que la construcción sigue avasallándonos, a pesar de todo eso de la crisis.
(El paisaje de la foto tiene los colores de la primavera. Ahora los colores son pardos)
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