Ha muerto Santiago. Así se lo soltó su hermano. Habían pasado ya unos meses
desde el suceso. Seguramente un infarto, porque aún era relativamente joven. En
una visita protocolaria a la oficina situada en la calle Industria, su hija le
dio la sorpresa. Él había sido un compañero de trabajo y durante años
mantuvieron el contacto. En cuanto volvió a casa llamó a Alicia, su hermana.
Ella tuvo mucha más relación con él, porque compartieron departamento durante
años en aquella empresa de la calle Bolivia.
Alicia no se lo podía creer. Pero tampoco hizo ningún drama, a pesar de que
durante años él fue una especie de amor imposible. Pero había pasado mucho
tiempo. Y entonces recordó aquella tarde del mes de mayo. De eso hace ya casi veinticinco
años
Alicia no daba pie con bola. Delante del armario, dudaba sobre qué ponerse
para dar una buena impresión. No quería parecer demasiado arreglada, pero
necesitaba estar guapa, porque el encuentro para el que se preparaba, lo
merecía. El lugar era hermoso: la plaza del monasterio de un pueblo muy cercano
y al que se tenía que desplazar en autobús. Era un buen sitio para encontrarse
con él. Llevaba años pensando en ello; soñaba tantas veces con volver a verlo…
Pero había necesitado una excusa, porque eran demasiado tiempo y daba un poco
de vértigo pensar en una conversación que tuviera algo de sentido. Ella, desde
luego, no era la misma. Había entrado en la madurez y conocía más el mundo; su
experiencia vital nada tenía que ver con la de aquella jovencita a la que él
conoció. Dieciséis… diecisiete años… la vida por delante, los ojos
transparentes y abiertos al mundo, una inocencia que se intuía, incluso que
podía ser muy evidente y resultar algo trasnochada.
La vida los había llevado por distintos caminos. Se conocieron en aquellas
oficinas de un gabinete de abogados, donde ella aprendía a rellenar
expedientes, mientras que él ya estaba acabando sus estudios. Pronto sería todo
un abogado, joven, eso sí, y más interesante que guapo. Tenía enamoradas a las
chicas que trabajaban en el edificio, con las que muchas veces coincidían en
los almuerzos, en aquel bar, testigo de tantas historias.
Por eso, Alicia no
comprendía muy bien la razón de que le hiciera tanto
caso; de que le gustara tanto hablar con ella; de que se prestara a acompañarla
en su SEAT 600 color lila, cuando salían un poco tarde de la oficina… A veces,
viajaban en metro juntos, hasta la parada final de la línea uno, y en el
“barucho” que había en la entrada, pasaban momentos inolvidables, simplemente
charlando. A ella ese tiempo se le antojaba muy corto,
porque hablaban de temas estimulantes. Tenía la impresión de que él sabía
de todo, de que, a su lado, aprendía mucho. Además, por qué negarlo,
era una forma de estar con el chico más guapo y deseado de los que
conocía. Pero seguía sin entender el interés de él por su compañía. Seguro que
le resultaría facilísimo salir y entrar con aquellas muchachas tan bien
vestidas, con los ojos pintados, siempre subidas en sus tacones… vaya, mucho
más atractivas que ella, que, como aquel que dice, acababa de aterrizar en la
ciudad. No había que ser muy avispada para darse cuenta de que su aspecto la
delataba: la ropa, todavía elegida por su madre, su corta estatura, su
rostro pecoso y aniñado; el pelo corto y sin gracia, aunque algunas veces
lograba peinarlo al estilo de las chicas ye yés. Pero sobre todo, tenía ese
aspecto inseguro de una adolescente que no se siente bien en su piel.
Recuerda aquel día, al inicio de las vacaciones de verano, cuando la
acompañó hasta muy cerca de su casa, porque le venía de camino. Eso dijo,
aunque la verdad es que no era la ruta más corta para llegar a un centro, donde
impartía clases de materias que ella nunca supo. Al despedirse, como era
costumbre en aquella época, con un simple apretón de manos, le entregó una
bolsa con dos libros. Era un préstamo. Debíó pensar que la lectura le
haría menos tedioso el verano, más soportables las larguísimas tardes
del pueblecito sureño donde pasaba ese tiempo estival.
Alicia le dio las gracias algo nerviosa y sin saber qué decir. Llegó a su
casa, y casi sin soltar el bolso, abrió el paquete. No tenía ni idea
de la clase de literatura que se encontraría. La sorpresa fue mayúscula: un
imponente tomo de La montaña mágica, de un autor desconocido para
ella: Thomas Mann. Y La peste, de Albert Camus. No conocía a
esos escritores, ni mucho menos, de ahí su estupor. Alicia no tenía mucho
recorrido en eso de la literatura, porque su economía no le había permitido
dedicar un presupuesto a la compra de libros. Claro que tampoco tenía un
ambiente intelectual, ya que su vida, hasta ese momento, había transcurrido
entre un pequeño pueblo del sur y aquel barrio, donde casi todos eran
inmigrados: gente del campo, con pocos recursos y sin apenas estudios.
Por eso, ese recuerdo le ha quedado prendido en algún rincón de la mente,
o quien sabe… quizás del corazón. En aquel mes de agosto, en la casa de su
abuela, en el pueblo, intentó por todos los medios leer los libros, cosa que le
resultó del todo imposible. Naturalmente, ella achacó su dificultad a ese
vacío cultural del que era tan consciente y que la avergonzaba.
Mucho tiempo después supo que aún no era el momento; que no estaba
preparada para aquellas lecturas. A pesar de todo, no ha olvidado ese gesto;
esa inocente generosidad de él; ese interés por cultivarla, por abrirle
ventanas y caminos. Quién sabe, tal vez el gesto del joven tenía más que ver
con su propio ego, con la necesidad de ser reconocido, admirado...amado
incluso, aunque sólo fuera por aquella muchachita tan despierta y siempre
predispuesta a escucharlo.
Durante mucho tiempo, los libros permanecieron en la casa de Alicia, y no
recuerda qué clase de excusa le sirvió para justificar aquella especie de
préstamo indefinido.
La evocación de este episodio le sirve de compañía, mientras el autobús se
encarama por los callejones del pueblo, muy cerca ya del monasterio. Son las
siete de la tarde y la plaza está muy concurrida. Se dirige hacia uno de los
bancos de piedra, donde ha decidido pasar la última parte de la espera. Lo
divisa al fondo de la calle, muy cerca. De espaldas, habla por el teléfono
móvil y reconoce su postura corporal, porque aún no ha visto su cara; ni
siquiera recuerda bien cómo eran sus ojos…
La plaza está repleta de madres con niños, de personas mayores que charlan
animadamente. El corazón salta dentro del pecho… Tiene miedo… ¿Qué va a decir
después de tanto tiempo…? ¿Qué va a hacer…? ¿Y él…, cómo va a reaccionar…?
Decide situarse dando la espalda a la calle desde la que él va a acercarse
al lugar de la cita. Se sienta en un banco de
piedra. Pasan unos minutos, que se le hacen eternos, y ya puede
verlo, aunque sólo de perfil. Su impulso es el que dirige ahora la escena: se
levanta, se le acerca y llama su atención con un ¡
cuánto tiempo…!
El abrazo es inmediato y al unísono. ¡Treinta años, treinta años… ¡ Una
cantinela que no cesa, porque Alicia no puede decir otra cosa, mientras toma su
rostro entre las manos y mira aquel rostro olvidado. Él se deja
hacer. Entre sorprendido y un poco sobrepasado por el entusiasmo juvenil de
ella, sólo acierta a responder: Estás igual, los mismos ojos, sigues
tan bonita.
La velada ha transcurrido en un local de Jazz muy recoleto, a las
afueras de la población. Apenas tres horas de recuerdos compartidos, de
preguntas sin respuesta, de intentos inútiles por conocer vida y milagros
de cada cual... ¡Ha pasado tanto tiempo...! Son más de
las once de la noche cuando se despiden. Un cariñoso abrazo,
intercambio de tarjetas... Un nuevo y, ahora sí, definitivo adiós. Alicia lo
sabe. Demasiado tiempo; demasiados abismos entre ambos, casi nada en común que
no sean aquellas tardes compartidas, con apenas dieciséis y veinte años,
mientras ensayaban sus respectivos papeles: un hombre y una mujer en ciernes,
pero con mucho camino por recorrer. Pero lo ha tenido que comprobar, tenerlo
cerca y volver a escucharlo... como siempre. Tal y como lo recordaba...
By Teresa at julio 06, 2010