“En casa siempre hablábamos
español. En aquel tiempo, en Brooklyn, cuando yo fui a la escuela por primera
vez, con cinco años, no había otros chiquillos que hablaran el idioma. A las
maestras no les hacía ni pizca de gracia vernos. Y no podías hablar español en
clase, claro. La primera maestra que tuve no me quería dejar hacer nada. Yo era
una cosa rarita para ella. Mi padre tuvo que ir a la escuela y decirle: ‘Mire,
ella no habla inglés, pero va a aprender pronto, tiene que darle tiempo…’.
En las calles tampoco hablabas en tu idioma porque la gente te decía: ‘Ah, un inmigrante’. Como si fueras lo más bajo…”.
En las calles tampoco hablabas en tu idioma porque la gente te decía: ‘Ah, un inmigrante’. Como si fueras lo más bajo…”.
Más de 60 años después, en las
escuelas de Brooklyn y del resto de Nueva York sí se habla español. Y aquella
niña “rarita” de padres gallegos ha cumplido 71 años, ha dejado su retiro en
Florida y se ha convertido, desde enero pasado, en la máxima responsable del
Departamento de Educación de la ciudad, tal vez el cargo público más importante
después del alcalde, el demócrata Bill de Blasio.Carmen Fariña cita a El País
Semanal a primera hora de la mañana en el norte de Manhattan, en una escuela
bilingüe que lleva el nombre del padre fundador de la República Dominicana,
Juan Pablo Duarte. Situado más allá de Harlem, a la altura de la calle 185, el
centro tiene una aplastante mayoría de estudiantes hispanos (98%) en un barrio
de población eminentemente dominicana y mexicana. Quedan pocos días para que
acaben las clases y los alumnos están contentos. Diferentes y cálidos acentos
del español recorren los pasillos.
La escena se produce en la
entrada, con los guardias de seguridad como testigos. Un grupo de padres
aguarda a que la canciller (el título de Fariña es New York City Schools
Chancellor) finalice su visita. Cuando aparece, la abordan. “Doña Carmen, usted
nos tiene que ayudar. Necesitamos fondos y materiales. Antes no nos atendía
nadie. Ahora confiamos en usted. No nos puede fallar”, le comenta una mujer con
marcado acento dominicano. “Yo les voy a ayudar, pero ustedes me tienen que
ayudar a mí. Les voy a enviar a una persona de mi departamento. Les vamos a
atender”, les responde Fariña. Al abandonar el edificio, antes de subir al
vehículo que debe llevarla a su oficina, al sur de Manhattan, una mujer joven
la abraza. Es Kristy de la Cruz, directora del colegio de enseñanza media
situado al otro lado de la calle, el Bea Fullers Rodgers. Se conocen. Fariña
conoce personalmente a todas las directoras de colegios de Nueva York. “Gracias
por todo, Carmen”, le dice emocionada De la Cruz antes de cruzar la calzada y
meterse en su escuela. “Ahora esta gente tiene esperanza. Antes, no. Yo he
vuelto para cambiar el sistema”, afirma Fariña mientras su chófer sortea el
trabajoso tráfico de Manhattan. La elección del lugar para la entrevista no ha
sido gratuita. La canciller ha querido grabar en la retina del periodista, a
través de varias escenas, los ejes de su programa. El primero de ellos, y el
más importante, es la batalla por la igualdad, un concepto resbaladizo en una
sociedad individualista como la estadounidense y que el alcalde De Blasio
quiere situar en el centro de su agenda. Le sobran motivos: las escuelas de
Nueva York son las más segregadas de Estados Unidos. El segundo, apoyar a los
colegios y a sus responsables, sean cuales sean sus resultados, en lugar de
cerrarlos si fracasan, política seguida por el anterior alcalde, Michael
Bloomberg. En tercer lugar, la apuesta por el bilingüismo, por el aprendizaje
de lenguas, una obsesión para Fariña debido a su experiencia personal. De niña,
con cinco años, en la escuela parroquial St. Charles Borromeo de Brooklyn, fue
apuntada como ausente durante seis semanas en los controles de asistencia
debido a que no respondía cuando su profesora, de origen irlandés, pronunciaba
de forma extraña su primer apellido, Guillén (Fariña es el apellido que tomó de
su marido). “La marginación que sufrí por la incapacidad y falta de voluntad de
mi profesora por pronunciar bien mi apellido siempre me ha acompañado”, confesó
Fariña en el libro que publicó en 2008 (A school leader’s guide to excellence:
collaborating our way to better schools). Los recuerdos de infancia y juventud
de Carmen Fariña están muy ligados a la figura de su padre, Adolfo Guillén, un
gallego al que la Guerra Civil y la pobreza expulsaron de España. De él heredó
su inconformismo, una determinada idea de la justicia social y el sentimiento
de una España lejana pero propia. ¿Cómo nació ese sentimiento? Mi padre y sus
amigos abrieron una escuela para hijos de españoles. Íbamos una vez a la semana
a aprender la cultura, los bailes, las canciones, el idioma… Siempre hacían
allí sus celebraciones. Ahí es donde conocí a mi marido, que también nació en
Nueva York y es hijo de gallegos. Había muchos gallegos y asturianos. En casa
teníamos dos herencias: la americana, porque mi padre siempre quiso que
fuéramos americanos, y la española. A los 11 años mi padre me mandó a España
por primera vez, sola, en el barco, para conocer a la familia en Sada, A
Coruña. Estuve tres meses. Aquellos días me dejaron ese sentido de doble
pertenencia. La gente que tiene dos países tiene mucha suerte. Desde que mi
marido y yo nos casamos, y de eso hace ya mucho, vamos a España todos los años.
Voy con mis hijas, que viven aquí, y con mis nietos. Mis hijas hablan español,
y mis nietos lo están aprendiendo.
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